Nadie habla de [ — — — ]
I.
Nadie recuerda la primera vez que lo vió. Su gigantesco y viscoso ser siempre está en alguna dirección del horizonte, sería como querer recordar nuestro primer respiro. Nadie olvida la primera vez que lo ve alimentarse. Tú tienes nueve años. Es la primera vez que lo ves de cerca, un olor a putrefacción invade tus fosas nasales. Quieres gritar, quieres correr, pero tu madre te detiene. No te dice nada, pero su mirada lo indica “actúa normal” y lo haces, las mamás nunca se equivocan, al menos no cuando tienes nueve años. Le haces caso, sigues tu camino, tienes miedo pero tu madre y todos a tu alrededor fingen indiferencia, fingen que nada está pasando, actúas como ellos. El olor se mantiene en tu nariz. De reojo observas como uno de sus tentáculos arrastra a alguien hacia su boca. ¿Era Don Carlos? No lograste reconocerlo, menos de reojo, pero no lo volviste a ver atendiendo su pequeño restaurante. Han pasado unas horas. Tu madre habla contigo: “Ya estás en edad para saber que aquí en San Ignacio nadie habla de [ — — — ], al menos nadie respetable. [ — — — ] le trae riqueza y trabajo al pueblo, hay que ser agradecidos. Déjale las quejas a los radicales y la idolatría a los cultistas, tú vienes de buena familia y nosotros lo aceptamos como parte de nuestra vida. ¿Qué caso tiene quejarse de algo que no se puede cambiar? ¿No le reclamas a la gravedad cuando te tropiezas, verdad? Es lo mismo con él, es un hecho, una ley de la naturaleza, siempre ha estado ahí y siempre lo estará, ¿entiendes?” No entiendes del todo, pero asientes con la cabeza. No quieres preocupar a tu mamá. Le prometes nunca hablar de él. Papá los espera en la mesa para cenar, se le ve contento. Hoy lo promovieron en su trabajo, fue un buen día. Disfrutan de su comida mientras hablan de su día. No hablan de [ — — — ].
II.
Estás haciendo unos mandados para tu mamá, Fernanda te acompaña. Caminan por la plaza cuando el inconfundible hedor llega a tus narices. Hay tensión en el ambiente, no escuchas ningún grito, [ — — — ] aún no ha elegido su alimento. Fernanda comienza a caminar más rápido y tú le sigues el paso. Un grito. “¡Hagan algo! ¡No se queden esperando a que los mate, hagan algo!” Es uno de los radicales, le lanza piedras al tentáculo, nada sucede. Un segundo grito. [ — — — ] eligió su alimento. El radical grita “Se está llevando a Diana, ¡la va a matar!”. Sabes perfectamente bien lo que debes hacer, seguir con tu camino. Volteas a ver a Fernanda, ella y tú comparten una discreta risa de complicidad mientras Fernanda rueda sus ojos. Han pasado unas horas, estás en casa, descansando. Piensas en lo que sucedió en la mañana, recuerdas los gritos de Diana y te preguntas, ¿para qué grita el alimento? Cuando [ — — — ] elige su alimento la decisión es inapelable, los gritos nunca han hecho que su tentáculo te suelte. Una persona racional no gritaría, si algún día tú fueras alimento tú no gritarías. Rápidamente dejas ir esa idea, por supuesto que tú nunca vas a ser alimento. Eso sólo le pasa a los demás. El olor a putrefacción se mantiene en tus fosas nasales.
III.
Nadie en San Ignacio habla de [ — — — ] pero entre susurros siempre hay algo qué escuchar sobre el alimento. Lo sabes porque tú mismo lo has hecho. Hoy el pueblo susurra sobre tu madre. “¿Qué hacía caminando por ahí si [ — — — ] ya llevaba días en la zona?” “Seguro era cultista y se puso en su camino a propósito, esas cosas no pasan porque sí”. Los susurros llegan a tus oídos, pero los ignoras. Te duelen, pero hablar de su alimento es hablar de él y nadie habla de [ — — — ]. Así te educó tu madre y guardas silencio en su honor. Los susurros duelen, quieres hablar, no, quieres gritar pero sabes que no ganas nada haciéndote la víctima. ¿Qué ganas quejándote? Si el pueblo te llega a creer radical ya nadie va a visitar el restaurante. El accidente dejó a tu padre inválido y ahora el negocio es tu responsabilidad. Te vas a esforzar, vas a trabajar duro y saldrás adelante. Es tu deber. Te tragas tu dolor. No hablas de [ — — — ]. No hablas de tu madre. Te vas a descansar, mientras intentas conciliar el sueño una duda te invade, “¿habrá gritado mi madre mientras [ — — — ] se la llevaba?” Dejas ir la idea, mañana hay que trabajar. Duermes.
IV.
El pueblo está de fiesta, es la inauguración de un nuevo mercado. La alcaldesa Margarita Buenaventura agradece y aplaude el trabajo de todos los que ayudaron a hacerlo realidad. Aplaudes y asientes con la cabeza. Fernanda te acompaña. Don Hilario y su esposa Mercedes observan desde las orillas del evento, no aplauden. Hace unos meses [ — — — ] descansó en sus tierras y sobre su casa, se quedó ahí meses y ayer que se retiró dejó detrás de él este nuevo mercado. Vacío, limpio, brillante, listo para ser la nueva joya de San Ignacio. “Orgullo debería darles”, te susurra Fernanda al descubrirte observándolos. Estás de acuerdo con ella. Dónde estaban sus tierras ahora está el futuro de San Ignacio. Tal vez hubieran podido conseguir trabajo aquí pero se radicalizaron y nadie trabaja con radicales. No dejan de hablar de sus hijos y de cómo [ — — — ] se los llevó. Es una lástima, Margarita e Hilario aún están en edad productiva. Dejas de pensar en ellos, te enfocas en el futuro que representa este mercado. Esta zona tiene mucho tránsito y no está lejos del restaurante. Además [ — — — ] ya se puso bastante lejos de acá. Si consigues un local podrías vender algunos platillos sencillos a quienes visiten el mercado. Seguro venderías más, tal vez podrías contratar a alguien que cuide de tu papá. No eres la única persona pensando en el futuro. La energía se siente en todo el lugar. Nadie habla de [ — — — ], pero ahora mismo lo observas a lo lejos y le das las gracias en silencio mientras ignoras a las dos personas que lo maldicen en voz alta.
V.
Tu esfuerzo dio frutos, tienes un local en el mercado. Vendes platillos sencillos y si la gente quiere más, tu ayudante les señala el restaurante. Usas ropas finas. Contrataste a un ayudante para el local y a un cuidador para tu papá. Al fin se puede quedar en casa todo el día en lugar de estar en el restaurante con la cara larga, ya no está ahí para incomodar a los clientes. En la tarde pasas a visitar a Fernanda. [ — — — ] está cerca, ojalá Fernanda tenga un buen té para sacar el olor a putrefacción de tu nariz. El olor te sigue, es imposible deshacerse de él. Fernanda te espera a la entrada de su rancho, te abre la puerta del Zaguán. Te observa con sorpresa. Te das cuenta que no te observa a ti. El tentáculo se arrastra entre tus piernas, ¿te siguió todo este tiempo? ¿Qué tan largo es? Ignoras esas preguntas, mantienes la calma. Saludas a Fernanda. Fernanda grita y cae al suelo. El tentáculo comenzó a enroscarse en su tobillo.
El tentáculo la arrastra. Fernanda se agarra de tu pierna derecha y caes al suelo. Tienes miedo. La pateas en la cara. Te suelta. Fernanda grita mientras tú observas como lentamente se aleja. Fernanda te maldice, ¿por qué? No lo entiendes. No la pateaste a propósito, fue una reacción. Quieres llorar, pero te controlas. Te pones de pie, te sacudes la tierra. Fernanda desapareció en el horizonte. Las puertas del Zaguán siguen abiertas. Las tierras de Fernanda siempre fueron muy abundantes y ella nunca supo cómo aprovecharlas. Alguien va a tener que trabajarlas. Podrías cosechar tus propias verduras, ahorrarías mucho dinero. Regresas a casa, empacas tus cosas y las de tu padre. Regresas al rancho que ahora reclamas como propio. Miras la tierra fértil que te rodea, sonríes y recuerdas que así fue como los Buenaventura empezaron su fortuna; trabajando un vacío que quedó detrás de él. Si trabajas duro y te esfuerzas tal vez un día puedas ser como ellos. Regresas al local, se vendió todo. Hoy fue un buen día. Intentas dormir, pero no puedes. El olor a putrefacción no se ha ido de tu nariz. Recuerdas las últimas palabras de Fernanda. Intentas olvidarlas. Te levantas de la cama, no hay tiempo para dormir. Empiezas a hacer planes, vas a necesitar dos ayudantes para trabajar estas tierras.
VI.
Estás preocupado por el dinero. Hay un nuevo mercado, justo en donde estaba el restaurante. Solo te queda el pequeño local y el rancho. Hay locales vacíos, los que se podían dar el lujo de empezar de nuevo lo hicieron. Tú no pudiste hacerlo. Tu padre falleció, pero ahora tienes una familia que depende de ti, hay demasiados gastos. Has aprendido a vivir con el olor a putrefacción en tu nariz. Todos los días caminas cerca de él. Después de la inauguración del nuevo mercado [ — — — ] se colocó justo entre el Rancho y el Mercado. Te preguntas ¿qué dejará ahí cuando siga su camino? Extrañas saludar a Gonzálo todas las mañanas, su amistoso saludo fue reemplazado por ese asqueroso olor. Sientes escalofríos al pasar junto a él, pero los ignoras. Lo resientes. Todo lo que te dio te lo está quitando poco a poco. Dejas ir esa idea, nadie te dio nada. Trabajaste duro por todo lo que tienes. No te puedes dar el lujo de que te confundan con un radical, menos ahora que surtes los restaurantes de los Buenaventura. Es lo único que te mantiene a flote. Es agotador, pero necesitas mantener una buena actitud; la actitud es importante. Pasas el día en el local. De los seis locales que te rodeaban ya sólo quedan las telas de Doña Cecilia, las frutas de Don Marcos y las hierbas de Doña Florencia. Ves a todos tan cansados y preocupados como tú. Le pides a Óscar, tu ayudante, que prepare tres postres y le lleve uno a cada uno como regalo. No hay nadie que no se alegre con un dulce postre. Sientes como el olor a putrefacción se hace más fuerte. Piensas en comprarle un collar de hierbas a Doña Florencia para contrarrestar el maldito olor. El olor se sigue haciendo más fuerte. Óscar tiene los tres postres listos pero te mira paralizado, volteas hacia atrás y miras como el tentáculo lentamente se abre paso por el mercado. Mantienes la calma. La actitud es importante. Le insistes a Óscar en que vaya a repartir los postres. Piensas en que si se come a Óscar no tardarás mucho en reemplazarlo con otro ayudante, mucha gente está necesitada de trabajo. El pensamiento es interrumpido por una viscosidad en tu tobillo. Mantienes la calma. Tal vez sólo está pasando por debajo de ti, como esa vez con Fernanda. Intentas moverte, no puedes. Tu corazón se acelera, parece que va a explotar dentro de tu pecho. Tienes miedo. El tentáculo ahora envuelve toda tu pierna, sientes sus palpitaciones.
Te jala, caes al suelo. Gritas. Nadie parece escucharte, aunque tú sabes que lo hacen. Tienes miedo. El tentáculo te arrastra hacia afuera. Intentas huir, sabes que no puedes pero te domina el instinto. Gritas. Miras a Óscar a los ojos. Gritas. No le pides ayuda, sólo gritas.[ — — — ] te arrastra a las calles de San Ignacio. Lo entiendes, al fin lo entiendes; gritas no pidiendo ayuda, pero buscando que reconozcan tu existencia. Gritas de nuevo, lo dices literalmente: “yo existo, estuve aquí”. Nadie te observa. No es la muerte lo que te da miedo, es el olvido. Buscas desesperadamente con la mirada a un radical, seguro él te recordaría. No hay ninguno. El tentáculo te eleva al aire y con una gran velocidad te acerca a [ — — — ]. Lo ves de frente, lo ves de cerca. Notas su indiferencia hacia ti, no eres más que alimento para él. Combustible que [ — — — ] usa para perpetuar su existencia. Es gigante, es viscoso, sus ojos voltean a diferentes lugares. Gritas. El tentáculo te suelta. Sientes el aire en tu piel mientras caes en una de sus bocas. Gritas. Estás en su boca. Su interior huele peor que su exterior, quieres vomitar. Lloras. Existes por unos segundos más antes de que te trague y sus ácidos estomacales te disuelvan.
VII.
Nadie habla de ti.
Un cuento de Humberto Cervera Baron con ilustraciones de Alejandra Gamez.